El eco y la herida

El eco y la herida: sobre la manipulación informativa y el pánico como herramienta

Hay épocas en las que la violencia se manifiesta de un modo directo e inconfundible, con la brutalidad de un estallido que sacude cuerpos y edificios. Otras veces, sin embargo, adopta formas más sutiles: no derrama sangre, pero altera percepciones; no deja cráteres, pero sí cicatrices en la conciencia colectiva. En este territorio ambiguo se sitúa lo que algunos llaman “terrorismo mediático”, expresión quizá excesiva pero útil para describir la capacidad de ciertos discursos para sembrar ansiedad social con una eficacia comparable a la de un atentado físico.

La manipulación informativa no es un fenómeno nuevo. Desde que existe la posibilidad de influir sobre multitudes, ha existido también la tentación de dirigir esa influencia hacia intereses particulares. Lo novedoso es la dimensión que adquiere en un mundo hiperconectado, donde un mensaje puede atravesar fronteras en segundos y amplificarse sin respetar contextos, matices o un mínimo de prudencia. La velocidad, paradójica aliada de la comunicación moderna, se convierte en un arma cuando la narrativa que circula está diseñada para activar emociones primarias, como el miedo, la indignación o la desconfianza.

En este escenario, la figura del adversario deja de ser un enemigo concreto para transformarse en una sombra difusa, adaptable, siempre disponible para justificar cualquier estado de alarma. La amenaza puede presentarse como sanitaria, económica, migratoria o tecnológica. La clave está en la construcción del relato. Una noticia aislada se convierte en síntoma; un incidente, en evidencia; un rumor, en destino inevitable. El tejido que une estos elementos no responde a la lógica de los hechos, sino a la lógica de quienes los manipulan.

Conviene señalar que la manipulación informativa no se realiza mediante declaraciones abiertamente falsas, sino mediante selecciones, silencios, insinuaciones. Un dato se destaca, otro se oculta. Una imagen se repite hasta grabarse en la retina colectiva, mientras otras, menos convenientes, desaparecen del foco. El efecto no es inmediato: se trata de un goteo constante que va modelando la percepción del ciudadano y que, con el tiempo, modifica su comportamiento.

El objetivo principal no es convencer, sino saturar. Un individuo puede resistir un argumento, pero es más vulnerable ante una cascada de estímulos que exigen una reacción emocional. El pánico funciona así: no necesita razonamiento, basta con la impresión de que algo se acerca y de que, sea lo que sea, supera las capacidades individuales. En ese punto, el ciudadano busca certezas, y quien ofrece certezas obtiene poder.

El “terrorismo mediático”, entendido como estrategia orientada a exacerbar el miedo, prospera especialmente en sociedades donde la confianza institucional es frágil. De este modo, cada grieta es un amplificador. El rumor ocupa el vacío que deja la ausencia de explicaciones claras, y la desinformación se mimetiza con el lenguaje de la urgencia. Los ciudadanos, desconcertados, caen en un estado de alerta permanente que daña seriamente la convivencia y que facilita la aceptación de medidas excepcionales.

Instrumentalizar el miedo tiene consecuencias políticas evidentes: un ciudadano asustado es menos exigente con las garantías y más proclive a delegar en quienes prometen orden inmediato. Y aquí es donde la frontera entre seguridad y control se vuelve particularmente delicada. El pánico puede convertirse en coartada para eliminar debates complejos, para justificar restricciones, para moldear una opinión pública que, fatigada por el bombardeo informativo, termina por confundir protección con obediencia.

Ahora bien, reducir el fenómeno a una conspiración articulada sería ingenuo. La manipulación informativa no siempre responde a un diseño centralizado. A menudo se produce por inercia, por la búsqueda compulsiva de impacto mediático, por la lógica competitiva de plataformas que premian la reacción por encima de la reflexión. No todo manipulador es un estratega.

Las redes sociales amplifican esta lógica con una potencia inusitada. La arquitectura misma de estas plataformas favorece lo emocional, lo polarizante, lo urgente. Los algoritmos no distinguen entre información y ruido; distinguen entre lo que se comparte y lo que no. Y aquello que se comparte tiende a ser lo que provoca, no lo que esclarece. Y por eso, la desinformación no necesita ser sofisticada; solo tiene que ser lo bastante inquietante como para captar atención.

Surge así un ecosistema donde las narrativas que alimentan el miedo encuentran terreno fértil. La mentira se replica más rápido que la verificación, y el desmentido, si es que llega, lo hace tarde y con menor intensidad. Mientras tanto, el daño ya está hecho. El ciudadano, saturado, oscila entre la incredulidad total y la entrega acrítica, ambas igualmente peligrosas para una democracia que requiere una ciudadanía capaz de discernir.

La cuestión no es solo cómo combatir la manipulación, es también cómo fortalecer las defensas sociales frente a ella. La alfabetización mediática es un camino, pero insuficiente si no va acompañada de instituciones que comuniquen con claridad, transparencia y humildad. Si el exceso de tecnicismo alimenta el escepticismo, la opacidad nutre la sospecha. La comunicación pública debería aspirar a lo contrario: a iluminar, no a deslumbrar.

También es necesario que los medios adopten una ética profesional ajustada al tiempo en que viven. Informar no es alimentar la ansiedad colectiva ni convertir cada episodio en el preludio de un colapso. La responsabilidad implica medir las consecuencias de lo que se publica, evitar atajos sensacionalistas y comprender que la audiencia no es un conjunto abstracto de consumidores, sino una comunidad que necesita información fiable para vivir en tiempos convulsos.

En paralelo, conviene recordar que el ciudadano tampoco es un receptor pasivo. Tiene la capacidad de detenerse, cuestionar, comprobar. Si la prisa es la principal aliada del manipulador, la pausa es el antídoto del ciudadano. No se trata de desconfiar de todo, sino de calibrar la información sin ceder a la tentación del catastrofismo permanente.

La manipulación informativa y el uso del pánico forman parte del paisaje contemporáneo, alimentados por la tecnología, por intereses diversos y por una sociedad que se mueve entre la saturación y la incertidumbre. Pero no estamos indefensos. Con instituciones responsables, medios prudentes y ciudadanos críticos se puede limitar el margen de quienes buscan convertir el miedo en combustible político.

El verdadero reto es distinguir la luz del fogonazo, la advertencia legítima del alarmismo interesado.

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