¿Es la IA una herramienta o un nuevo actor?

La inteligencia artificial (IA) ha irrumpido en nuestras vidas de manera tan rápida que ha pasado de ser un concepto de ciencia ficción a una realidad cotidiana. Desde los algoritmos que gestionan nuestras redes sociales hasta los asistentes virtuales que usamos en nuestros hogares, la IA está presente en todas partes. Esto genera un debate sobre el papel que desempeña la IA en nuestra sociedad: ¿es simplemente una herramienta sofisticada al servicio de los humanos? ¿o estamos asistiendo a la emergencia de un nuevo actor con el potencial de influir y cambiar nuestras decisiones y sistemas?

Durante muchos años, la IA fue vista simplemente como una herramienta más avanzada, diseñada para realizar tareas específicas de manera más rápida y eficiente que los humanos. Esta perspectiva clásica es coherente con una visión utilitaria de la tecnología: un instrumento creado para facilitar la vida humana. Así como usamos una calculadora para resolver ecuaciones complejas, usamos IA para analizar grandes cantidades de datos, optimizar procesos o predecir comportamientos en áreas tan variadas como la economía, la medicina o el marketing.

Bajo esta premisa, la IA no es más que una extensión de nuestra capacidad de procesamiento. Sus algoritmos pueden aprender de patrones de datos, pero lo hacen según parámetros diseñados por humanos. Por lo tanto, las decisiones que toma la IA están limitadas por las reglas que los programadores establecen. En este sentido, la IA no tendría autonomía real, solo realiza tareas que le han sido previamente definidas.

Este enfoque tiene grandes ventajas, ya que permite realizar trabajos que antes eran impensables o tomaban un tiempo considerable. En la medicina, por ejemplo, las IAs pueden procesar imágenes de rayos X o resonancias magnéticas con una precisión que los humanos no siempre pueden igualar, ayudando a diagnosticar enfermedades en etapas más tempranas. En la logística, la IA ayuda a predecir demandas de productos, optimizar rutas de distribución o gestionar inventarios de forma más eficiente.

Sin embargo, incluso desde este enfoque utilitario, han surgido preocupaciones éticas. Si bien la IA está diseñada para ejecutar tareas, ¿qué ocurre cuando estas tareas afectan directamente a los seres humanos, como en el caso de los vehículos autónomos o los algoritmos de justicia predictiva? Decisiones que parecen puramente técnicas empiezan a tomar un carácter moral y ético.

A medida que la IA avanza, su papel en la sociedad se va transformando. Y esto nos lleva a una segunda visión: la inteligencia artificial no es solo una herramienta, sino un nuevo actor dentro de los sistemas sociales y económicos. Los algoritmos de IA están tomando decisiones que antes eran exclusivas de los humanos, desde recomendarnos qué series ver hasta decidir si una persona es apta para un crédito. Así que surge la cuestión de si la IA ha dejado de ser una simple herramienta y ha pasado a convertirse en un actor.

Esta visión se basa en la creciente capacidad de la IA para aprender y adaptarse. Mientras que las herramientas tradicionales funcionan de acuerdo con reglas fijas, la IA actual, en particular aquellas basadas en aprendizaje automático, pueden modificar su comportamiento en función de los datos que reciben. Lo que hace que este cambio sea significativo es que la IA ya no requiere de una intervención humana constante. Mientras que una herramienta tradicional necesita que un humano la opere, la IA puede seguir funcionando y mejorando por sí sola, lo que plantea preguntas sobre su nivel de independencia. ¿En qué punto deja la IA de ser un simple instrumento y comienza a actuar?

Algunos expertos, como el filósofo de la tecnología Mark Coeckelbergh, argumentan que ya estamos viendo los primeros signos de la IA como un actor en nuestras sociedades. No se trata solo de que las IAs estén tomando decisiones, sino que estas decisiones están influyendo en estructuras sociales, políticas y económicas. En lugar de ser una herramienta que los humanos usan, la IA está transformando los sistemas en los que opera, forzando a los humanos a adaptarse a sus decisiones.

La posibilidad de que la IA sea un nuevo actor plantea dilemas éticos y filosóficos profundos. Si la IA toma decisiones autónomas y afecta la vida de las personas, ¿quién es responsable cuando algo sale mal? Esta cuestión ha sido ampliamente discutida en el contexto de los autos autónomos. Si un vehículo controlado por IA causa un accidente, ¿es responsable el fabricante, el programador o el propio sistema de IA?

Más allá de la responsabilidad, la pregunta de si la IA puede o debe tomar decisiones sobre cuestiones morales ha sido tema de debate entre filósofos y tecnólogos. Adela Cortina, una de las voces contemporáneas más relevantes en la ética de la inteligencia artificial, ha advertido sobre los peligros de delegar en la IA la capacidad de tomar decisiones éticas. Según ella, la IA puede ser útil en la toma de decisiones técnicas, pero carece de la capacidad de discernimiento moral, empatía y entendimiento humano.

A esto se suma la idea de que la IA podría perpetuar y amplificar los sesgos humanos. Los algoritmos de IA, si bien parecen objetivos, están diseñados a partir de datos humanos, que a menudo contienen prejuicios y errores. Cuando estos sesgos se integran en sistemas de IA que toman decisiones de gran escala, como la contratación de empleados o la asignación de recursos públicos, el impacto puede ser devastador.

La pregunta de si estamos ante una herramienta o un nuevo actor está lejos de tener una respuesta clara. Sigue siendo una herramienta en la mayoría de los casos, pero en contextos específicos, como la economía o la justicia predictiva, no está tan claro.

¿Podría la IA llegar a ser un actor completamente independiente, capaz de tomar decisiones éticas por sí misma? Esto es algo que muchos científicos y filósofos siguen debatiendo.

Un punto de consenso es que, independientemente de cómo veamos a la IA, es esencial que los humanos mantengan el control y la supervisión sobre sus acciones. Por muy avanzada que sea, no debe operar sin una guía ética humana. Philip Larrey ha señalado que necesitamos un «marco ético robusto» para asegurarnos de que la IA trabaje en beneficio de la humanidad, y no en detrimento de ella.

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